CONVERSACION

Hace unos años tuve un debate con mis dos hermanas. La mayor, Christina, confesó que había pasado a ser una cristiana devota. La menor, Jennifer, no pudo admitir la historia cristiana por completo (no pudo aceptar, por ejemplo, que Jesús era el hijo de dios), pero se sintió incapaz de renunciar a la posibilidad de que "hay algo, ahí afuera, más grande y más complejo de lo que podemos imaginar". En el otro extremo, yo soy ateo porque no creo que exista un dios, y punto. Los tres nos criamos en el mismo hogar -en Venezuela, un país casi completamente católico- y, a pesar de que nunca me sentí obligado por mis padres a participar en ritos y funciones religiosas, me parece interesante que los tres hayamos llegado a tener puntos de vista tan divergentes acerca de la existencia de Dios. ¿Cómo es posible? Dejo la respuesta para los psicólogos, pero el hecho de haber compartido esta conversación nos presentó un dilema interesante. Por un lado, la charla tuvo un carácter necesario. Christina y yo (no tanto Jennifer), por razones diferentes, pensábamos que era importante resolver el asunto de la existencia de Dios. Por otro lado, especialmente al final de nuestro intercambio, la conversación tomó un carácter fútil. Nuestras diferencias eran tan profundas que poco a poco perdimos la esperanza de llegar a algún acuerdo. Entonces, ¿cómo podía una conversación ser necesaria y completamente inútil al mismo tiempo? 

Ésta es la pregunta que propongo responder aquí.


La parte necesaria


Cuando hablo de necesidad, no debe ser difícil ver que me refiero a una necesidad moral. Dejando aparte las complejidades filosóficas de un sinfín de teorías éticas, creo que -para mi propósito- es suficiente empezar con la sugerencia de que todos nosotros, siendo seres humanos, tenemos deberes que nos son lisa y llanamente obvios: a primera vista sabemos que hay ciertas cosas que tenemos que hacer. Por ejemplo, si intuimos que alguien va a sufrir, sentimos la necesidad de prevenirlo. Por lo tanto, si Christina cree que yo voy a sufrir por las decisiones que estoy tomando, y ella cree que puede persuadirme para cambiar mi comportamiento (por otro que evite dicho sufrimiento), ella ha de sentir la necesidad moral de persuadirme.

Por ende, para la persona cristiana debe ser obvio que los ateos están en peligro, así que no podemos (o por lo menos no debemos) culpar al cristiano que se la pasa ganando prosélitos: simplemente está tratando de prevenir un daño. Más claramente, el cristiano está (o cree que está) previniendo al ateo del sufrimiento - eventual pero eterno- que le espera. El Infierno es un lugar terrible, y sería una buena acción evitar que alguien termine allí.

Aparte del deseo de prevenir un daño, el cristiano está siguiendo las órdenes de su Santa Biblia, particularmente las últimas palabras del evangelio de Mateo, al enseñar a los demás acerca del cristianismo y de sus prácticas. Así que podríamos afirmar -sin temor a equivocarnos- que para la persona religiosa, en la práctica, al tratar de convencer a otro de la verdad, existe un componente moral serio, inminente.

Cualquier persona que no sea cristiana, a quien la persona cristiana-consciente esté tratando de convertirle, puede seguir el ejemplo de Hatuey. Hatuey fue un indio taíno que vivió en Cuba en los tiempos de la conquista. La leyenda dice que Hatuey fue enterrado hasta la nuca por sus captores españoles, quienes le dijeron que para no ser dejado ahí debía bautizarse cristiano. Hatuey les preguntó si, como consecuencia de ser cristiano, al morir iría al mismo Cielo donde irían sus captores. Como ellos dijeron que sí, Hatuey respondió: "Entonces prefiero ir al otro lugar (al Infierno) y morir ahora". Lo que podemos sacar de esta leyenda es esto: ¿es un dios tan selectivo un dios bueno? Es decir, es plausible que el adversario prefiera ir al Infierno en vez de participar en un sistema potencialmente injusto, como lo parece ser el cristianismo, basado en el criterio de selección a privilegios.

En todo caso, la necesidad moral no ha de ser sentida sólo por el cristiano. El ateo también debe sentirse obligado a afectar la manera de pensar del cristiano. ¿Por qué? Porque la religión también es culpable de ciertos daños. Aquí mencionaré sólo el daño que más me preocupa.

Los cristianos fundamentalistas creen que la Biblia es verídica, tal y como está escrita. Para ellos es cierto que Dios creó a Adán del polvo y a Eva de la costilla de Adán. Noé de verdad construyó el arca y de verdad puso esos animales adentro, etc. Cuando se trata de estos asuntos, no existe ni la reflexión científica, ni la lógica, ni el sentido común; lo que existe es la aceptación ciega de que, si está escrito, así ha de ser. Esta insistencia de que uno ha de dejar de pensar, de que uno simplemente debe aceptar algo sin argumentos, es dañina. Y, a pesar de que es cierto que los fundamentalistas no representan a todos los cristianos, cuando se trata de la función de la razón y la ciencia, yo diría que todos ellos, y quizá los creyentes de todas las demás religiones, llegan a un punto después del cual se puede (y a veces se debe) abandonar el uso de la razón y del pensamiento crítico.


La parte útil


Cuando uno cree en algo que no está basado en evidencia, este acto tiene un nombre: fe (así lo define la misma Biblia, en el libro de Hebreos, 11:1). Cuando yo digo que "tengo fe que Venezuela calificará para el campeonato mundial de fútbol", estoy diciendo algo parecido a que "no tengo ninguna razón para creer que Venezuela calificará, pero lo voy a creer de todas maneras". Si en medio de una conversación (¡sobre cualquier tema!) alguien dice que cree en X a pesar de no tener razón alguna para creerlo, ¿qué puedo responder yo? Claramente, cuando se abandona el uso de la razón, se puede ver por qué el diálogo pasa a ser inútil: no hay más que decir. La conversación cesa.

Al principio de la charla con mis hermanas, yo dije que para que una conclusión sea aceptada como verídica tienen que ocurrir dos cosas. Primero, los datos que se presentan han de ser verdaderos. En otras palabras, las proposiciones que se usan para apoyar una conclusión (estas proposiciones se llaman premisas) han de poder ser verificables como ciertas; debe haber una manera de saber si son verdad o no. Segundo, aún si estas premisas son verdaderas, el argumento propuesto debe ser válido. Esto quiere decir que la estructura del argumento ha de ser tal que, si las premisas son verdaderas, se garantice también que la conclusión será verdadera (resulta que hay veces que premisas que son ciertas no apoyan a la conclusión propuesta). Mi argumento general, que propone lo que se requiere para tomar una conclusión como verídica, fue aceptado sin problemas.

Entonces sugerí que para aceptar que la conclusión "Dios existe" es verdad, primero tenemos que poder definir Dios, después tenemos que poder explicar claramente qué queremos decir con existe y, por último, tenemos que poder hacer una lista de cosas que cuentan como evidencia de que Dios (tal como fue definido) existe (tal como fue explicado).

Christina entonces empezó a enumerar las cosas que ella tomaba como razones para creer en Dios, y yo, como un pistolero, empecé a dispararle huecos a sus razones. A veces le mostraba que las premisas no eran ciertas, otras veces que no había manera de saber si eran ciertas. En otras ocasiones sugerí que el argumento en sí era inválido, así que, a pesar de tener premisas posiblemente ciertas, la conclusión no le seguía lógicamente.

Así fue que surgió la fe. Para Christina, creer en Dios no fue el resultado de un proceso intelectual. Es más, para ella, creer en Dios no puede -ni debe- ser el resultado de un proceso de razonamiento. La única manera que queda es la de creer sin razones: la de creer por fe. Pero al llegar a este punto, no hay más que yo pueda decir. Si pregunto por qué se necesita sólo la fe, ella puede responder: "Lo estás haciendo otra vez. Estás pidiendo razones para algo que no lo necesita."

Esta posición, la de decir que ciertas cosas no requieren de la razón, que algunas cosas tienen que ser aceptadas sólo por fe, tiene un nombre: fideísmo. Yo, por supuesto, me considero un antifideísta. El problema para todo aquel que está de mi lado, es que el demandar razones no hace mella en el que insiste que sólo la fe (la falta de razón) produce la creencia en asuntos de religión. Pero ahí, entonces, la conversación cesa.

Para romper el silencio, algunos dicen que uno simplemente ha de respetar la opinión del otro. Al llegar a nuestro primer desacuerdo, Christina me dijo: "Yo respeto tu opinión de ser ateo". Yo le di las gracias, pero añadí que no era un caso de opinión, sino uno de hecho: o existe o no existe Dios. Es verdad que hay que respetar a la persona, pero cuán ridículo sería decir que yo respeto la opinión de aquél que cree que 2 + 2 son 5.

Cuando se llega a estos desacuerdos, especialmente aquéllos que tienen componentes morales, es fácil sentir inquietud. Es como una picazón en la espalda que molesta, pero que no puedo alcanzar a rascar. En esta yuxtaposición de necesidad e inutilidad, creo que es importante entender: 1) que el asunto es moral de ambos lados (no sólo para el cristiano que quiere salvar al ateo del Infierno); 2) que cuando un lado invoca la fe, el otro lado no puede invocar la razón como respuesta; y que, 3) a pesar de que sí se ha de respetar a la persona, no hay por qué respetar una proposición que no es verdad.

Reanudar la conversación acerca de la existencia de Dios con mis hermanas sería más o menos tan inútil como hablar con un colega que detesta las anchoas y tratar de convencerlo de que son divinas. La única diferencia es que creer que las anchoas son ricas no afecta ni a la vida eterna ni a la necesidad del uso de la razón.



Carlos E. Bertha es profesor de filosofía en la Academia de la Fuerza Aérea Norteamericana en Colorado Springs, Colorado, EE UU.

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