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LOS MAYAS
Durante mucho tiempo, los especialistas han considerado un enigma el ascenso a la gloria de la civilización maya y su caída hasta la ruina. La última hipótesis es que un hombre llamado Nace el Fuego llevó a los mayas a un apogeo que duró cinco siglos. Una serie de desastres naturales, rivalidades políticas e inestabilidad social precipitaron el final de la cultura clásica maya. Por Guy Gugliotta; ilustraciones de Vania Zouravliov; fotografías de Kenneth Garrett y Simon Norfolk
El desconocido llegó cuando la estación seca empezaba a endurecer los senderos de la selva, permitiendo el paso de los ejércitos. Flanqueado por sus guerreros, marchó sobre la ciudad maya de Waka, desfiló ante sus templos y mercados y a través de las extensas plazas. Sus habitantes debieron de quedar boquiabiertos, no sólo por el despliegue de fuerza, sino por los extravagantes tocados de plumas de los guerreros, las jabalinas y los escudos relucientes, emblemas reales de una lejana ciudad imperial. Las inscripciones antiguas fijan como fecha el 8 de enero del año 378, y dan al extranjero el nombre de Nace el Fuego. Llegó a Waka, en la actual Guatemala, como emisario de una gran potencia del altiplano de México. En las décadas siguientes, su nombre aparecería en los monumentos de todo el territorio maya. Tras su llegada, esta civilización de la selva mesoamericana alcanzó un apogeo que duró cinco siglos. Los mayas siempre han sido un enigma. Años atrás, la belleza de sus ciudades en ruinas y de su escritura aún por descifrar llevó a muchos investigadores a considerar aquella cultura como una pacífica sociedad de sacerdotes y escribas.
La guerra incontrolada, sumada a otros factores como la superpoblación, el deterioro medioambiental, la sequía y el derroche empujaron a la civilización clásica maya a su declive y colapso final.
Un día del año 800, la apacible ciudad maya de Cancuén se sumió en el caos. El rey Kan Maax debió de saber que se aproximaba el peligro, porque intentó construir improvisadas defensas en los accesos a su palacio de 200 habitaciones. No las terminó a tiempo. Los atacantes tomaron rápidamente la periferia de la ciudad y se abatieron sobre el corazón de Cancuén. La celeridad del ataque todavía hoy es visible: edificios sin terminar abandonados entre montones de escombros, senderos sembrados de monumentos de piedra a medio tallar, cuencos y vasijas esparcidos por las cocinas del palacio. Los invasores tomaron 31 rehenes. Las joyas y los ornamentos hallados con sus restos revelan que eran nobles, quizá miembros de la extensa familia de Kan Maax o de la realeza de otras ciudades conquistadas. Entre los cautivos había niños y mujeres, dos de ellas embarazadas. Los llevaron a la explanada ceremonial del palacio y allí los ejecutaron de forma sistemática. Los verdugos blandían lanzas y hachas, con las que empalaron o decapitaron a las víctimas, para luego depositar los cadáveres con sumo cuidado en la cisterna del palacio.
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