Nuestra sociedad sigue ávida de energía, pero los combustibles fósiles son cada vez más escasos y más caros, e intervienen en el calentamiento global del planeta. Ha llegado la hora de buscar un sustituto que herede la corona del rey de la energía. Pero los expertos coinciden: el poder tendrá que ser compartido. Por Michael Parfit; Fotografías de Sarah Leen
Estoy en una habitación desordenada, rodeado de los despojos del entusiasmo eléctrico: peladuras de cable, cabos de alambre de cobre, conectores amarillos, alicates con mango aislante… Para mí, son los instrumentos de la libertad. Acabo de instalar una docena de paneles solares en mi tejado, ¡y funcionan! Un contador indica que 1.285 vatios de potencia irrumpen directamente del sol a la red eléctrica de mi casa, alimentando las baterías de mis aparatos, enfriando mi frigorífico, dando vida a mi ordenador... liberando mi vida. La euforia de la «libertad energética» es adictiva. Que nadie me malinterprete: ¡me encantan los combustibles fósiles! Aunque vivimos en una isla que carece de suministros, mi esposa y yo llevamos la típica vida de cualquier familia estadounidense. No queremos frigoríficos de propano ni lámparas de queroseno, ni inodoros compostadores. Queremos tener un montón de tomas de corriente y cafetera exprés. Pero cuando enciendo esos paneles... ¡Qué sensación! Quizá sea porque para mí, como para la mayoría de los norteamericanos, los últimos tres decenios se han visto ensombrecidos por diversas crisis energéticas. Desde la desatada por la OPEP en la década de 1970 hasta la escalada de los precios del petróleo y de la gasolina en los últimos meses, la preocupación mundial por la energía ha inspirado discursos presidenciales, campañas al Congreso y libros apocalípticos, y ha minado mi sensación de bienestar con la misma incómoda persistencia que caracterizó a la guerra fría.
Estoy en una habitación desordenada, rodeado de los despojos del entusiasmo eléctrico: peladuras de cable, cabos de alambre de cobre, conectores amarillos, alicates con mango aislante… Para mí, son los instrumentos de la libertad. Acabo de instalar una docena de paneles solares en mi tejado, ¡y funcionan! Un contador indica que 1.285 vatios de potencia irrumpen directamente del sol a la red eléctrica de mi casa, alimentando las baterías de mis aparatos, enfriando mi frigorífico, dando vida a mi ordenador... liberando mi vida. La euforia de la «libertad energética» es adictiva. Que nadie me malinterprete: ¡me encantan los combustibles fósiles! Aunque vivimos en una isla que carece de suministros, mi esposa y yo llevamos la típica vida de cualquier familia estadounidense. No queremos frigoríficos de propano ni lámparas de queroseno, ni inodoros compostadores. Queremos tener un montón de tomas de corriente y cafetera exprés. Pero cuando enciendo esos paneles... ¡Qué sensación! Quizá sea porque para mí, como para la mayoría de los norteamericanos, los últimos tres decenios se han visto ensombrecidos por diversas crisis energéticas. Desde la desatada por la OPEP en la década de 1970 hasta la escalada de los precios del petróleo y de la gasolina en los últimos meses, la preocupación mundial por la energía ha inspirado discursos presidenciales, campañas al Congreso y libros apocalípticos, y ha minado mi sensación de bienestar con la misma incómoda persistencia que caracterizó a la guerra fría.
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