Las mutaciones del virus de la gripe son tan rápidas que cada año hay que preparar una vacuna nueva. Pero la enfermedad que se está cobrando vidas en el Sudeste Asiático no es una simple gripe vulgar. Las primeras víctimas de este virus letal fueron pollos, pero la muerte de unas 50 personas durante los últimos dos años en aquella región ha disparado las alarmas en todo el mundo. La investigación del nefasto paso del virus de la gripe aviar al ser humano y la carrera para evitar que la enfermedad se convierta en la próxima pandemia de la humanidad han comenzado. Por Tim Appenzeller; Fotografías de Lynn Johnson
A la pequeña Ngoan la enterraron detrás de la choza de sus padres hace tres semanas. Su sepultura se halla en una colina, entre una laguna con peces y unos arrozales de un verde amarillento. En una de las esquinas, la familia colocó las pertenencias más preciadas de la niña: una silla de muñeca, una colección de conchas y unas sandalias de plástico. Pintaron la tumba de azul claro. Los padres de Ngoan están ocupados con la cosecha del arroz, pero otros parientes comparten con nosotros su recuerdo. «¡Era tan pequeña! Diez años apenas –nos dice su abuela–. Era muy dulce y también muy buena estudiante. Viendo a su hermana mayor (una joven de 17 años que retrocede con timidez) se imaginará cómo era ella.» La pérdida de un ser tan querido ha sido un duro golpe para esta familia, pero normalmente, en este remoto rincón del delta del Mekong, en Vietnam, fuera de la familia se prestaría poca atención a la muerte de una niña, víctima de una enfermedad infecciosa. Viejos azotes como el dengue o la fiebre tifoidea siguen cobrándose muchas vidas en la región, y los casos de sida van en aumento. Aun así, la muerte de Ngoan y de otras 50 personas durante los dos últimos años en el Sudeste Asiático ha disparado las alarmas en todo el mundo. Los países afectados reciben ayuda y asistencia técnica de otros países, los cuales, a su vez, preparan vacunas y crean reservas de fármacos.
A la pequeña Ngoan la enterraron detrás de la choza de sus padres hace tres semanas. Su sepultura se halla en una colina, entre una laguna con peces y unos arrozales de un verde amarillento. En una de las esquinas, la familia colocó las pertenencias más preciadas de la niña: una silla de muñeca, una colección de conchas y unas sandalias de plástico. Pintaron la tumba de azul claro. Los padres de Ngoan están ocupados con la cosecha del arroz, pero otros parientes comparten con nosotros su recuerdo. «¡Era tan pequeña! Diez años apenas –nos dice su abuela–. Era muy dulce y también muy buena estudiante. Viendo a su hermana mayor (una joven de 17 años que retrocede con timidez) se imaginará cómo era ella.» La pérdida de un ser tan querido ha sido un duro golpe para esta familia, pero normalmente, en este remoto rincón del delta del Mekong, en Vietnam, fuera de la familia se prestaría poca atención a la muerte de una niña, víctima de una enfermedad infecciosa. Viejos azotes como el dengue o la fiebre tifoidea siguen cobrándose muchas vidas en la región, y los casos de sida van en aumento. Aun así, la muerte de Ngoan y de otras 50 personas durante los dos últimos años en el Sudeste Asiático ha disparado las alarmas en todo el mundo. Los países afectados reciben ayuda y asistencia técnica de otros países, los cuales, a su vez, preparan vacunas y crean reservas de fármacos.
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